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Su marido regresaba un día cualquiera. Ella lo examinaba. Traía ropa más nueva y más limpia y su
fisonomía reflejaba el buen humor.
La roía el despecho; pero, conteniéndose, iniciaba un monólogo no crepitante sino lacrimoso: la
soledad, el niño, el sacrificio, su cariño desinteresado, eran la médula de sus abundantes palabras.
El pescador parecía no emocionarse.
 Si estás dispuesta a continuar hablando, me voy.
Clorinda secaba sus lágrimas con el delantal, cerraba la boca y, transformada en otra Clorinda, se
iba a la cocina. La merienda de ese día era mejor. En el lecho había ropa limpia. Ismael dialogaba con el
chico. Producíanse lapsos de silencio. Y durante algunas horas flotaba en el hogar esa simpatía que le
atribuyen los solteros.
Venía la noche, y transcurría.
La mañana empujaba a Ismael hacia el río: a las doce llegaba con sartas de pescados. Se iniciaba en
ese instante el crespúsculo de la amistad.
 ¿Qué comeremos hoy? indagaba.
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 Papas con luche y... porotos con chuchoca.
 ¡Ah!
Esa exclamación terminantísima equivalía también a: maldita sea, me recondenara o peor es morir-
se.
 Si no te gusta, ándate al bajo a comer manjares. Ya sé que no tengo suerte para nada, porque . .
.
Ismael no respondía. Almorzaba la breve lista, se trasladaba al patio y ponía en trabajo sus manos.
Las palabras que seguían al porque de su mujer, terribles, candentes y alusivas palabras, no cesaban. Lo
perseguían, lo hacían transpirar, le provocaban una especie de borrachera. La sangre se le iba camino de
la cabeza. En vano procuraba silbar entre dientes. Nada. Poco a poco entrábale el deseo vehemente de
asir a su mujer y pegarle sin lástima, hasta silenciarla; pero no estaba bien alborotar a diario. Además, de
no rematarla, el remedio resultaría peor que la enfermedad. Le daría asunto para mover la lengua un mes
entero. Se refugiaba en el cuarto de sus compañeros de oficio. Estos lo recibían con una alegórica
alusión:
 ¿Y cómo va el baile?
 Así, así. .. respondía haciendo un gesto de enfado.
No se volvía a tocar el asunto.
En cambio, el río entraba en la conversación, y la pieza se llenaba de peces legendarios.
El río de Alhué era modestísimo. A buen paso se venía desde la cordillera dando vueltas. Deteníase
en cada curva para responder a los sauces que lo saludaban en nombre de los pueblos. Y seguía con su
humilde caudal hasta donde se acaba la tierra.
Aunque su condición no era altiva, lo irritaba la descortesía de algunas aldeas que se retiraban a su
paso. Bien se vengaba él, haciendo barrancos y pedregales.
Pero con Alhué era muy distinto. De su frontera corría jubilosamente entre una doble fila de sauces
y de espinos. Estos, desde los cerros, le hacían señales con sus ramas desnudas.
Frente al pueblo, se dividía en varios anchurosos brazos.
Apenas comenzaba a quemar el sol, entraban en sus aguas los tres pescadores. Y ahí permanecían
muy abiertos de piernas moviendo las redes.
Cuando una hora se iba sin dejar nada en ellas, exclamaban:
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 Si a lo menos pescáramos un cuero...
Era un deseo valeroso y hereje.
Interiormente cada uno temblaba a su sola mención. En el último verano había desaparecido un
niño bajo las miradas de varias personas. Una voluntad invisible lo asió de los pies y lo sumergió.
Se reunieron los vecinos, rastrearon el río y no hallaron el cadáver. Cuando la noche vino, volvie-
ron a juntarse, y el más baqueano pegó sobre una tabla apropiada una gruesa vela, entró en las aguas y
la soltó en el punto menos correntoso.
La tabla fue primero arrastrada al sur. Seguían los vecinos su avance. Después se desvió y entró en
la órbita del remanso. Avanzó algunos metros y comenzó a girar sobre sí misma, y de pronto, hecho
inverosímil, se hundió verticalmente.
Comprendió la gente, con pavor, que bajo el agua no había sólo cieno. Mas no se pudo rescatar el
cadáver.
El pescador más viejo había visto un cuero en el atardecer de un distante verano. Se encontraba en
la ribera tomando el fresco. Estaba tendido sobre el péril, y la oscuridad asomaba ya en la lejanía. No
había ni un alma en los contornos, porque en Alhué se estaba celebrando entonces una novena.
Su vista vagaba por la gris superficie del río, pero, al cabo de un instante, la línea del agua se
rompió. Algo brillante, voluminoso, que tenía la vaga forma de una manta, estaba allí flotando.
Se frotó los ojos para comprobar que no dormía. El animal seguía casi inmóvil. Su anchísima
cabeza era tremeluciente y su cuerpo daba la impresión de estar cubierto por una piel brillante y colo-
reada. Era un feo monstruo, pero resultaba imposible dejar de mirarle.
Clorinda despedía a su marido en las mañanas, con un:
 ¡Ojalá te coman los cueros!
Él replicaba:
 No te daré ese gusto sino otro...
En el tren de dos, llegaba el pescadero provisto de grandes canastas.
Tenía, a pesar de su existencia ciudadana, el aspecto lento del campesino. Su rostro, de indio
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apenas vaciado en criollo, era terroso. En el labio superior crecíanle unas cuantas cerdas.
En su juventud trabajó la tierra; luego se vino al pueblo y, como todos los que tienen iniciativas, un
día partió a la ciudad.
Ahora, transformado en don Manuel Jesús, estrujaba a los tres pescadores.
Estos pasaban media existencia sumidos en el agua pescando peces y posibilidades reumáticas.
Don Manuel Jesús poseía sus mañas. Sabia regatear como vieja. Cuando había menos pejerreyes
que truchas, pagaba mal, porque aquéllos eran desabridos y de difícil venta. Si abundaban las truchas
grandes, se quejaba también y alegaba que las pequeñas son las más sabrosas. Y si la plétora era de
pejerreyes, decía:
 Voy a comprarlos para dárselos de llapa a los buenos clientes.
Cuando Ismael respondía a su mujer que no le daría ese gusto sino otro, traducía a su manera el
confuso estado de su ánimo.
Clorinda empezaba a inquietarse y rogaba a Dios que suprimiese los días festivos.
Pero un día era al fin domingo. A pesar del sereno sol, del aire liviano y de la perspectiva azul
condiciones adecuadas para la alegría, la casa de Ismael estaba saturada de angustia.
Ismael desaparecía después de almorzar. Se iba en derechura al cementerio. Allí encontraba al viejo
Aliste y, golpeándole la espalda, lo invitaba:
 ¿Vamos a matar el gusano?
Y se iban.
Vaciaban muchas botellas en el almacén de don Nazario. Pasaba la tarde. Aliste peroraba sobre las
ánimas. Decía también que cuando muriese el asno le enterraría en el cementerio sin avisar a nadie.
El vino enrojecía el alma de Ismael. La penumbra recordábale vagamente que algo le faltaba para [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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