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el pecado. Bénédicte ya no era Bénédicte, sino una enemiga, un animal, un objeto peligroso que
no debía tocarse. Al atardecer, no pudiendo soportarlo más, bajó al umbral para vigilar la llegada
del médico.
Preguntó éste si aquélla era la casa de los Fugger y entró sin más ceremonias. Era un
hombre delgado y alto, con los ojos hundidos, y llevaba puesta la hopalanda roja de los médicos
que habían accedido a cuidar de los apestados y renunciado por ello a visitar a los enfermos
corrientes. Su tez tostada le hacía parecer extranjero. Subió rápidamente las escaleras; Martha, al
contrario, aminoraba el paso a pesar suyo. De pie en el pasillo entre la cama y la pared, levantó él
la sábana y descubrió el delgado cuerpo sacudido por los espasmos sobre el colchón mojado.
 Todas las criadas me han abandonado  dijo Martha tratando de explicar por qué
estaban mojadas las sábanas.
Él respondió con un vago asentimiento, ocupado en palpar delicadamente los ganglios de
la ingle y los que había debajo del brazo. La pequeña hablaba o canturreaba entre dos ataques de
tos ronca: Martha creyó reconocer una cancioncilla frívola, mezclada con una cantinela que
hablaba de la visita del buen Jesús.
 Dice disparates  profirió como con despecho.
 ¡Oh! Es natural...  repuso él distraídamente.
El hombre vestido de rojo tapó a Bénédicte con la sábana y le tomó el pulso en la muñeca
y en el cuello, como si cumpliera una obligación. Contó seguidamente unas gotas de elixir e
introdujo con destreza una cuchara en la boca, por las comisuras de los labios.
 No os esforcéis por tener valor  amonestó él al darse cuenta de que Martha sostenía
con repugnancia la nuca de la enferma . No es necesario que en estos momentos le sostengáis
la cabeza o las manos.
Le limpió de los labios un poco de sanies rojizo con unas hilas que después arrojó a la
estufa. La cuchara y los guantes que había utilizado para la visita siguieron el mismo camino.
 ¿No vais a pincharle los bultos?  inquirió Martha temiendo que el médico omitiera, por
prisa, los cuidados necesarios y tratando sobre todo de retenerlo junto a la cama.
 No  contestó él a media voz . Los vasos linfáticos apenas están hinchados y ella
morirá antes de que se inflamen más. Non est medicamentum... La fuerza vital de vuestra
hermana está en su punto más bajo. No podemos hacer más que aliviarle sus dolores.
 Yo no soy su hermana  protestó Martha de repente, como si aquella aclaración la
disculpara del miedo que sentía por sí misma . Me llamo Martha Adriansen y no Martha
Fugger. Soy su prima.
Apenas le echó una mirada y quedó absorto observando los efectos de la pócima. La
enferma, menos inquieta, parecía sonreír. Midió una segunda dosis de elixir para la noche. La
presencia de aquel hombre que, sin embargo, nada prometía, transformaba en una habitación
ordinaria lo que para Martha había sido, desde el amanecer, un lugar de espanto. Una vez en la
escalera, el médico se quitó la mascarilla que había utilizado para ver a la enferma, como era
obligatorio. Martha lo siguió hasta el pie de la escalera.
 ¿Decís que os llamáis Martha Adriansen?  dijo él de repente . En mis años jóvenes
conocí a un hombre ya de edad que llevaba ese apellido. Su mujer se llamaba Hilzonde.
 Eran mi padre y mi madre  dijo Martha como de mala gana.
 ¿Aún viven?.
 No  contestó ella bajando la voz . Estaban en Münster cuando el obispo tomó la
ciudad.
El médico manipuló los cerrojos de la puerta, tan complicados como los de una caja fuerte,
para poder salir. Un poco de aire penetró en el rico y oprimente vestíbulo. Fuera, el crepúsculo
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estaba lluvioso y gris.
 Podéis volver a subir  dijo por fin con una suerte de fría bondad . Vuestro
temperamento parece robusto y la peste ya casi no se cobra nuevas víctimas. Os aconsejo que os
tapéis la nariz con un trapo mojado en espíritu de vino (tengo poca confianza en vuestros
vinagres) y que veléis hasta el final a la moribunda. Vuestros temores son naturales y razonables,
pero la vergüenza y el remordimiento son malos también. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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