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y pronto descubrió un túnel que ascendía en espiral. El corazón le dio un vuelco cuando lo
descubrió, pues llegó a la conclusión de que debía de conducir hacia High Place.
Sin embargo, no penetró inmediatamente en el túnel. Se sintió invadido por un temor
que no tenía nada que ver con lo fantástico de todo lo que le rodeaba. Allí estaba, en el
umbral de su objetivo, y ahora temía que, una vez alcanzado, ya no quedara ningún
propósito en su vida egoísta y miserable. ¿Qué encontraría allá arriba como no fueran
grandes y vacíos pasillos y escaleras de caracol que conducían a las habitaciones de las
torres? Por primera vez, reconoció que la posesión de un objeto nunca produce el mismo
éxtasis que la búsqueda; la realidad nunca es tan agradable como el sueño.
Fueron revelaciones terribles, más atemorizantes que cuando fue violado por el
demonio, peores que la lluvia de estalactitas. Porque este era un temor intangible que no
podía ser afrontado físicamente. Resultaba difícil superar una cosa que no podía verse ni
tocarse. No obstante, superó estas sensaciones y se lanzó hacia delante, hacia el túnel.
Giró y giró y subió y subió por el pasadizo hasta que llegó al último recodo, siendo
saludado entonces por una forma de luz que ya le resultaba extraña a su retina: la del sol.
Se protegió los ojos con la sombra del brazo y vio a un águila enorme remontar el vuelo,
saliendo de un nido construido de modo descuidado. El ave desapareció por una ventana
redonda.
Parpadeando y bizqueando con ojos acuosos, Hode miró hacia abajo desde High
Place, viendo todo el pueblo de casas tristes, un puñado de masas informes como dados
sobre la llanura reseca, entre las que se extendían unos campos miserables que parecían
menos verdes que el duro terreno que se extendía hasta el horizonte. Los saguaros se
elevaban abajo como centinelas erectos.
Hode decidió quedarse allí, en High Place, pues ahora no tenía ningún sitio adonde ir y
ningún lugar donde prefiriera estar mejor que allí. Se apartó de la ventana redonda e
inspeccionó el nido de águila construido sobre un estrado de obsidiana. En su interior
encontró tres aguiluchos sin plumas con los picos curvados abiertos, en petición de
alimento, que le miraban con unos feos ojos de color púrpura en unas cabezas de tamaño
desproporcionado. Aleteaban con sus diminutas alas todavía no desarrolladas del todo en
el nido. Hode no podía escuchar sus llamadas pero estaba seguro de su aspereza pues
percibía la vibración de sus gritos en su propio pecho.
Aquellos tres aguiluchos podrían convertirse algún día en magníficos cazadores y
voladores, pero ahora resultaban animales feos. Hode sintió una afinidad con ellos.
Extendió los dedos hacia los animales y éstos hicieron inofensivos esfuerzos por comer
los dedos. Por primera vez en su vida, Hode se echó a reír ante la alegría que le producía
un ser vivo. Serían capaces de tragarse un dedo entero, regurgitarlo por no tener buen
sabor, y elegir cuidadosamente otro para intentarlo de nuevo.
Sordo como estaba, con la sangre ya seca que le había salido por los oídos perforados,
Hode no escuchó el aleteo de unas grandes alas a su espalda. Únicamente percibió una
rápida brisa procedente de la ventana, a la que no prestó atención hasta que las garras
del águila hembra estuvieron en su nuca.
El ave se quejó ásperamente, al tiempo que Hode vociferaba por toda Ja estancia,
gimiendo y revolviéndose furiosamente contra el animal que no dejaba de graznar sin
soltarse de su nuca. A pesar del ruido, Hode se hallaba en una pesadilla de silencio. Ni
siquiera escuchó sus propios gritos cuando el gran animal inclinándose por encima de su
hombro le mutiló el ojo derecho con su enorme pico curvado. Se lo arrancó de raíz,
tragándoselo inmediatamente después de haberlo mantenido colgando del pico por un
instante.
El pico volvió a bajar en busca del otro ojo, pero Hode le agarró del cuello con ambas
manos y empezó a retorcérselo. El ave mantenía las garras firmemente sujetas a sus
hombros, batiendo las alas con violencia, hasta que logró elevar al esquelético Hode del
suelo. Ambos contendientes cayeron cuando el ave no logró hacer pasar el oxígeno por el
cuello retorcido. Aleteó un poco más, pero Hode mantuvo su férrea presión durante varias
horas hasta que hubieron pasado los últimos estertores de la muerte, hasta que él mismo
perdió el conocimiento para despertar mucho más tarde con la promesa de un desayuno
compuesto de carne de águila.
Entregó a los aguiluchos una parte de la carne. El resto la cocinó haciendo un fuego
con los hongos secos y leñosos, utilizando para ello un horno en forma de cuenco que
descubrió en una zona del castillo que antiguamente había sido una cocina.
Insensible al dolor, no se sintió agitado por la cuenca de su ojo mientras exploraba las
miríadas de agujas. Ninguna de ellas tenía interés alguno, excepto una. En la más alta de
las agujas encontró una cámara diminuta que contenía algo que él incluso temió mirar, y
mucho menos tocar. Bajó apresuradamente las incontables escaleras, tratando de borrar
de su mente lo que acababa de ver, y pasaron muchos años antes de que volviera a
aventurarse a seguir aquel mismo camino.
Lentamente, volvió a adaptarse a las costumbres diurnas. Descendía periódicamente a
los jardines repletos de hongos en busca de comida, compuesta tanto de carne de tortuga
como de verduras, y también capturaba insectos para alimentar a sus tres guardianes,
que pronto desarrollaron alas para volar. Los insectos, junto con las entrañas y los restos [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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