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en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de
los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata,
luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.
Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia
de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un
novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su
cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente,
hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al
perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído
hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada
olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el
temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no
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acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura
inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado
atemorizado.
El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego
se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero
para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los
pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro
dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido
del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el
momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos
hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no
podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya
helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal
rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos.
Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se
debatía por desasirse.
Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de
que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos
heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro
escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies
de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y
proyectadas hacia el frente.
El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de
sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a
blandir los brazos en el aire golpeándose las manos
enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia
inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la
sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la
impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando
quería localizar esa impresión, no la encontraba.
Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se
agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos
dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el
que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr
sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro
trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin,
con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría
desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo,
los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor.
Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta,
quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería
varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se
encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le
asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se
hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un
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cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo
confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por
hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.
Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los
ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse
sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un
Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre
la tierra.
Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo
carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una
ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse
y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este
modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo
invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en
el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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