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orientación de ésta no ofrecía dificultades, tampoco dejó Petra de señalarla ni un momento. Por fin descubrí una vereda, pero tan estrecha, tortuosa y plagada de ramas colgantes de los árboles laterales, que tuve la necesidad de ir con la cabeza agachada mientras el caballo hacía lo que podía para seguir su marcha; no obstante, su curso general era exacto. Al final se aclaró el terreno y pude elegir el camino a tomar. Alrededor de medio kilómetro más allá obligué al caballo a atravesar más maleza hasta que llegué a un espacio abierto. Al principio ni siquiera vi a Petra. Lo que captó mi atención fue su jaca. Estaba tendida en la parte más alejada del claro con el pescuezo desgarrado. Empleada en ella, devorando carne de su grupa con tanta afición que ni me oyó acercarme, estaba una de las criaturas más aberrantes que había visto nunca. El animal era de color parduzco claro, salpicado de manchas amarillas y marrón más oscuro. Sus enormes pies, parecidos a almohadillas y cubiertos de mechones de pelo, mostraban largas y curvadas garras, y las manos delanteras estaban ahora entintadas de sangre. El pelo que también le colgaba del rabo daba a éste un aspecto de aparatoso plumaje. La cabeza era redonda, con ojos como cristales amarillos. Las orejas eran anchas y caídas; la nariz, casi respingona. De su mandíbula superior bajaban dos grandes colmillos que en aquel momento utilizaba, junto con las garras, para romper la carne de la jaca. Empecé a descolgar de mi hombro la escopeta. El movimiento captó su atención. Volvió la cabeza y la agachó sin dejar de mirarme fijamente; la sangre le brillaba en la parte más baja del hocico. Levantó el rabo y lo meneó despacio de lado a lado. Yo tenía ya la escopeta en las manos, y estaba llevándomela a la cara cuando una flecha atravesó el cuello del animal. Este pegó un brinco, dio una vuelta en el aire y cayó sobre las cuatro patas mirándome todavía con sus relucientes ojos amarillos. A mi caballo le entró miedo y levantó las manos, mientras a mí se me disparaba el arma al aire; pero antes de que la bestia pudiera saltar volvió a recibir dos flechas en su cuerpo, una en los cuartos traseros y otra en la cabeza. Aún se mantuvo tieso un instante; luego cayó sobre un costado. Rosalind, con el arco en las manos, se presentó por mi derecha. Michael, que llevaba puesta una nueva saeta en la cuerda de su arma, apareció por la izquierda, y sin apartar sus ojos del animal se acercó a él para asegurarse de que estaba muerto. A pesar de encontrarnos tan próximos, estábamos también muy cerca de Petra, quien seguía confundiéndonos con su insistencia. - ¿Dónde está? - preguntó Rosalind con palabras. Después de echar una ojeada a nuestro alrededor, descubrimos a mi hermana encaramada a un árbol joven, a unos tres metros y medio de altura. Estaba sentada en una horqueta y abrazada al tronco con las dos manos. Rosalind se puso debajo del árbol y la dijo que ya podía bajar sin temor. Petra continuó sin soltarse y parecía ser incapaz de descender o de moverse. Desmonté, pues, trepé al árbol y la ayudé a bajar hasta que Rosalind pudo agarrarla. Rosalind la puso a horcajadas sobre su caballo, delante de ella, y trató de calmarla, pero Petra no apartaba su vista de su jaca muerta. Aunque parecía casi imposible, su angustia empezó a aumentar. - Debemos detenerla - manifesté a Rosalind -. Si sigue así traerá a los demás aquí. Michael se aproximó a nosotros y aseguró a mi hermana que el animal estaba realmente muerto. Preocupado, con los ojos fijos en Petra, indicó: - No sabe lo que está haciendo. En estos momentos no es inteligente; comunica una especie de aullido interior provocado por el terror. Sería mejor para ella que gritara de verdad con la garganta. Empecemos por apartarla de aquí, a fin de que no pueda ver la jaca. Nos trasladamos a un pequeño espacio rodeado de arbustos. Michael, con voz sosegada, trató de animarla. La niña, sin embargo, no parecía entender nada, y tampoco había signos de disminución en su comunicación de angustia. - ¿Por qué no intentamos todos transmitirla simultáneamente el mismo pensamiento? - sugerí -. Una imagen de tranquilidad, simpatía, relajamiento. ¿Preparados? Lo intentamos durante quince segundos completos. Aunque notamos un momentáneo paro en la angustia de Petra, ésta volvió a oprimirnos en seguida. - No sirve - observó Rosalind, y abandonó. Los tres consideramos que el caso era irremediable. No obstante, se produjo un cambio pequeño; el carácter incisivo de la alarma había cedido, pero la confusión y la angustia seguían siendo irresistibles. Comenzó a llorar. Rosalind la rodeó con uno de sus brazos y la atrajo hacia sí. - Dejadla - mandó Michael -. Eso hará disminuir su tensión. Mientras aguardábamos que se desahogara, sucedió lo que yo me había temido. De pronto apareció Rachel sobre un caballo, y un momento después llegó también cabalgando un muchacho. Aunque nunca le había visto antes, supuse que sería Mark. Hasta entonces no nos habíamos reunido tantos como grupo, ya que considerábamos que eso nos haría correr riesgos. Era muy probable que las otras dos chicas estuvieran asimismo en camino, con lo que se completaría un agrupamiento que anteriormente habíamos deseado siempre evitar. De modo rápido explicamos con palabras lo que había sucedido. A los recién llegados y a Michael les urgimos a que se fueran y se dispersaran cuanto antes para que nadie les viera juntos. Rosalind y yo nos quedaríamos con Petra y haríamos lo posible por calmarla. Los tres aceptaron la sugerencia sin rechistar. Poco más tarde se fueron, cabalgando en distintas direcciones. Por nuestro lado, nosotros intentamos consolar y serenar a Petra, aunque con poco éxito. Unos diez minutos después las dos chicas, Sally y Katherine, llegaron abriéndose paso entre los arbustos. Ambas venían también a caballo y con los arcos tensos. A pesar de que habíamos confiado en que alguno de los otros se tropezara con ellas y las hubiera hecho regresar, evidentemente habían venido por caminos distintos. Se acercaron mirando con incredulidad a Petra. Volvimos a explicar de nuevo el caso con palabras y las apremiamos para que se marcharan. Se disponían ya a dar la vuelta a sus monturas cuando un hombre grandón montado en una yegua baya se presentó de repente allí. Tiró de las riendas al animal y se quedó quieto observándonos. - ¿Qué ha pasado aquí? - nos interrogó, con tono de sospecha. Para mí era forastero, y no me preocupaba en absoluto su aspecto. Le pregunté lo que habitualmente se preguntaba a los extraños. Extrajo con impaciencia su cédula de identidad, que llevaba estampado el sello del año en curso. Quedó demostrado que ninguno de nosotros estaba proscrito. - ¿Qué ha pasado aquí? - repitió. Tuve la tentación de decirle que se metiera en sus condenados asuntos, pero también
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